Podría
gastar palabras para describir a un personaje, asignarle nombre, carácter,
estilo, etc., pero prefiero ser yo quien les lleve de la mano en esta historia
mientras me encuentro sentada en las oficinas de un registro civil en alguna
parte de México.
Llegué a tiempo a la cita acordada en un lugar que yo definiría como hermoso cuadro bizarro, en el ambiente se encontraba Lynch omnipresente saboreando el momento, ya te imaginarás querido lector la bella escena, refresco de cola en vaso de plástico, secretarias riendo con restos de lo que pude percibir era galleta, el sonar de un tacón desgastado deambulando buscando que hacer, pláticas entre otros oficinistas, dejando jugar la goma de mascar entre las palabras, recargados en una tabla que, por la zona en la que se encontraba, parecía ser la recepción. Ahí sería el último día, mi último día sentada en una banca negra de buen aspecto comparando el resto de la habitación, en la que por cierto como fondo y cereza del pastel un cd con pistas de mujeres dolidas se reproducía y que una mujer que, a la vista no se percibía, cantaba con gran sentir, me pareció curioso porque si bien reconocía las letras, el momento no era prudente para mi sentir sin embargo al girar hacia la izquierda pude notar que la mayoría de las asistentes tarareaban a gran ritmo mientras peinaban a su hija pequeña, dormían a los bebés en sus brazos o simplemente esperaban y miraban hacia la nada.
Mientras mi espalda sentía la frialdad de las barras de metal de la banca negra y esperaba con las manos sudorosas, una chica con acento muy especial entró para preguntar ciertos procesos que necesitaba realizar, inevitablemente mi mente regresó a aquel pequeño, curioso y muy iluminado departamento en el centro de Panamá, uno de mis mejores viajes en el que mis ojos siempre se iluminaban y no era para menos, me encontraba en una cultura diferente, comida distinta, costumbres y la forma de hablar curiosa no tardé en adoptar por el convivir en el día a día. Parecía que mi piel volvía a vibrar, como si pudiera en medio de Lupita Dalessio, máquinas de escribir y risas estridentes, sentir la tibieza de las bellas playas de Chiriquí (tan recomendadas por Jorge mi estilista). El aroma del café ambientando mi lectura diaria en el jardín aquel donde un violinista pedía dinero y competía con el bello sonido de la fuente que refrescaba mis pies mientras sentía los rayos del sol en mí me inundada de recuerdos y sensaciones, al fin su presencia me regresó a la atmósfera cotidiana plagada de detalles infinitos a cada uno de mis sentidos. Al verlo mi corazón palpitó tan acelerado e intenso que podía no solo sentir sino escuchar también, como aquella vez en el balcón que lo conocí.
La amable señorita Lety
-como todos le decían- tenía los papeles listos y bastó un gesto para
acercarnos a ella, con su dedo índice indicó la línea y yo siguiendo el barniz
desgastado de las uñas de Lety, inicié la primera de seis firmas siguiéndome él
con la misma dinámica, las palabras no fueron necesarias, algunas lágrimas
deslizaron por nuestras mejillas, nos abrazamos -el último abrazo- y sin
articular idea nos vimos partir.